Aquella luz que revoloteaba
entre los rododendros
y estaba dentro y fuera de nosotros,
corría por debajo de la piel
esclareciendo todo, el alma, el hueso,
la risa, la amistad,
hasta asomar de nuevo por los ojos
para hacerse soluble en el azul
y ser bebida.
Aquella luz no supo
captarla el celuloide,
y los años le añaden veladuras.
También nosotros
la describimos cada vez
con menos entusiasmo.
Tan viva entonces, tan sublime,
a duras penas cabe ahora
dentro de esta palabra
monosílaba: luz.
Aún parece capaz de deslumbrarnos,
pero algún día nadie va a creernos
y, sin pruebas,
hasta el más entusiasta de nosotros
perderá aquella fe.