Arturo Tendero: La memoria del visionario. Editorial Visor Libros, Madrid, 2006. 56 páginas.

Fotografía


Aquella luz que revoloteaba

entre los rododendros

y estaba dentro y fuera de nosotros,

corría por debajo de la piel

esclareciendo todo, el alma, el hueso,

la risa, la amistad,

hasta asomar de nuevo por los ojos

para hacerse soluble en el azul

y ser bebida.

Aquella luz no supo

captarla el celuloide,

y los años le añaden veladuras.

También nosotros

la describimos cada vez

con menos entusiasmo.

Tan viva entonces, tan sublime,

a duras penas cabe ahora

dentro de esta palabra

monosílaba: luz.

Aún parece capaz de deslumbrarnos,

pero algún día nadie va a creernos

y, sin pruebas,

hasta el más entusiasta de nosotros

perderá aquella fe.

Caracoles



Es el tiempo el que anda, no nosotros.

Vemos pasar el sol por la cal de las tapias

y esa es la singladura.

Nos parece volar por la autovía

y apenas si avanzamos.

Subimos a un avión entre dos continentes

sin movernos del sitio,

arrastrando un hilillo pegajoso,

un rastro de recuerdos que nos identifican.

El ramal de los días forma nudos y nudos

donde se nos enreda

la casa que llevamos siempre a cuestas.

Pero andar, más bien poco. Apenas damos

cabezadas brevísimas y ahí delante sigue,

sin moverse ni un palmo, el horizonte,

cada vez más inalcanzable

pues todo nos sucede en un dedal.

Lo de andar es un sueño que mengua poco a poco

a medida que cambia la luz hacia el invierno.

Un día amanecemos

pegados en el marco de una puerta

y es lo más parecido a haber llegado.


Entre dos vidas



Jinete de autobús

en esta tierra parda de la noche,

dejo atrás las farolas que conozco

aterido de tanta despedida.

Se despueblan las cosas

que perdemos de vista,

así que ya no hay nadie en la estación

que hemos dejado, y nadie vive aún

en la ciudad que nos espera.

Collares luminosos a lo lejos,

ventanillas nocturnas de autobús,

entre dos vidas.

Las noches que no hay cuento



Me adentro presuroso en vuestra alcoba

pero ya estáis dormidos, llego tarde.

Aparto los juguetes, tan calientes

de vuestras manos

que a mí casi me queman al tocarlos.

Entonces descubro que mi sombra

se parece a la sombra

de alguna pesadilla. Me da miedo

dar miedo

que es un miedo aún peor

que ser un monstruo.

Como dormís tan suave,

las tormentas se duermen al oíros.

Os doy un beso, huelo vuestro olor

y, al arroparos,

mi sombra se pone cariñosa,

se vuelve familiar, me reconoce.

Al salir voy

andando con cuidado

y mi sombra me sigue como un perro

lamiéndome las puntas de los pies.





A la vista



Paisajes que desfilan ante el coche

una mañana y otra. Qué secretos

pueden guardar ya para nosotros.

Apenas los miramos. Sin embargo,

esas sendas

que reptan entre la maleza, cómo

no las he visto antes,

donde siempre han estado,

sosteniendo la trama.

¿A dónde van, a qué bancal perdido

entre escombreras, o quién sabe? Tiran

de la imaginación

con el vértigo leve del abismo,

son esas excursiones

que siempre posponemos

sin fecha.

Luego el tráfico

reclama la atención,

hablamos de otra cosa y otra vez

regresan al olvido en el que estaban.


Atapuerca



Debajo de la piedra, donde hay más piedra fósil

y aire fósil y fósiles leyendas, debajo

de la leña, del musgo y las raíces,

más allá del incienso, de la cera

que alumbraron la cueva desde un cráneo,

detrás de donde el aire quedó enredado en ova,

de donde la humedad se desligó del río

y exhaló el alma la roca y quedó fría,

detrás, donde el silencio quedó dormido en capas

hasta igualarse al éter que separa los mundos,

sin testigos, debajo de la lava

y de los seres ciegos,

donde ya son astrales los pasos de la ardilla,

los pasos de la lluvia, los pasos de la llama,

en ese oscuro lecho donde el imaginar

a duras penas llega, allí los restos

de aquel hombre primero que anduvo y que pensó,

allí el pozo insondable de sus dudas.